Prólogo
Toledo, en tiempos de Felipe II, se alzaba como corazón espiritual del Imperio y fortaleza de la fe católica. En sus calles empedradas resonaban los pasos de inquisidores, guardianes de la ortodoxia, que con firmeza y severidad velaban por la pureza de la religión frente al avance del protestantismo y la amenaza de los moriscos.
Desde Sevilla, donde desembocaban los caudales infinitos de plata y oro arrancados a las entrañas del Nuevo Mundo, los tesoros eran conducidos hacia la ciudad imperial. Allí, bajo la atenta mirada de la Inquisición, aquel metal precioso se transformaba en sostén de la Contrarreforma y en instrumento del poder de la Corona.
Era un tiempo en que la riqueza del océano no sólo alimentaba ejércitos y levantaba palacios, sino que se convertía en símbolo de la lucha entre la fe verdadera y la herejía. Oro y plata al servicio de Dios y del Rey, en una España que se proclamaba dueña de los mares y defensora de la cristiandad.
Soy Juan Navarro, almirante del galeón Trinidad. El puerto de Sevilla me aguarda, con sus atarazanas rebosantes de plata y oro, pero antes debo enfrentar la última travesía desde las Indias. Mi cometido no es menor: entregar a Toledo, por orden de nuestro señor don Felipe II, el tesoro destinado a la Santa Inquisición, garante de la fe y brazo de hierro del trono.
He cruzado el océano más veces de las que puedo contar, y cada singladura deja su huella en mi espíritu. El mar nunca concede reposo. No lo hace la tormenta, ni el hambre, ni la fiebre que arranca hombres de mis manos como hojas secas al viento. Pero tampoco perdona el ansia del hombre por el oro.
He visto a mi tripulación quebrarse en disputas por una sola onza arrancada del cofre real, como si aquella moneda pudiera redimirlos del infierno. He visto corsarios ingleses y hugonotes franceses lanzarse contra nosotros, no por gloria, sino por la codicia de arrancar de nuestras bodegas el metal que sostiene el poder de nuestro rey y la fuerza de la fe católica frente a los herejes. Y he visto, con mis propios ojos, que nada embrutece más al hombre que el brillo de la plata.
La Trinidad navega pesada, con la barriga hinchada de lingotes y monedas acuñadas en Potosí y Nueva España. Cada tablón cruje como si protestara por el peso de tanta riqueza. Y yo, que la comando, me descubro muchas noches rezando porque un rayo nos parta antes de que la traición lo haga. No temo a las tormentas, pero sí al hombre.
El mandato de Felipe II es claro: el oro y la plata deben sostener la fe, sofocar al protestante y alimentar la Contrarreforma que se extiende como fuego. Sin embargo, me asalta la duda. ¿Cuántas almas podrían salvarse si ese caudal sirviera para aliviar el hambre de las aldeas, en lugar de engrosar los cofres de la Inquisición?
El puerto de Sevilla, cuando por fin se alza en el horizonte, no me da alivio. Sus torres me parecen almenas de un presidio. Allí desembarcaré el tesoro que he custodiado con sangre, y de allí partirá a Toledo, donde los frailes de la Inquisición lo recibirán como maná caído del cielo. Y yo, aunque obediente servidor de mi rey, siento en lo hondo de mis entrañas que contribuyo a una obra que no me pertenece.
El puerto de Sevilla, cuando por fin se alza en el horizonte, no me da alivio. Sus torres me parecen almenas de un presidio. Allí desembarcaré el tesoro que he custodiado con sangre, y de allí partirá a Toledo, donde los frailes de la Inquisición lo recibirán como maná caído del cielo. Y yo, aunque obediente servidor de mi rey, siento en lo hondo de mis entrañas que contribuyo a una obra que no me pertenece.
Mi nombre es Juan Navarro, y soy almirante de un navío que transporta riqueza infinita, pero me descubro más pobre que nunca, esclavo de un deber que me desgarra. El océano me dio la libertad de los vientos, pero la corona me ata con cadenas de oro.
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