Él era un joven cristiano de linaje noble, hecho prisionero en una de las frecuentes correrías de frontera. Su destino fue el torreón de un rico comerciante musulmán, en el lienzo de la muralla cercano a la puerta de Bab al-Mardum.
Allí lo entregaron al cuidado de la hija del mercader, una muchacha de ojos oscuros como la noche toledana y alma inquieta, que al principio lo atendía por deber, mas pronto lo hizo por ternura.
El cautivo y la doncella, ocultos entre rezos y silencios, comenzaron a encontrarse en miradas furtivas, luego en palabras susurradas, hasta que el amor se encendió con tal fuerza que ya no supieron vivir el uno sin el otro.
Pero el secreto no tardó en desvelarse. Los vecinos, escandalizados, llevaron la noticia al imán de la mezquita de Bab al-Mardum, hombre severo y temido.
El cautivo y la doncella, ocultos entre rezos y silencios, comenzaron a encontrarse en miradas furtivas, luego en palabras susurradas, hasta que el amor se encendió con tal fuerza que ya no supieron vivir el uno sin el otro.
Pero el secreto no tardó en desvelarse. Los vecinos, escandalizados, llevaron la noticia al imán de la mezquita de Bab al-Mardum, hombre severo y temido.
Éste, considerando sacrilegio tal unión entre la hija de un musulmán y un cautivo cristiano, dictó un castigo ejemplar:
ambos serían emparedados vivos dentro de la propia mezquita.
ambos serían emparedados vivos dentro de la propia mezquita.
Así, en el interior del oratorio, fueron alzados dos muros enfrentados. A cada amante lo encadenaron en su reducido espacio, dejando únicamente una abertura a la altura de los ojos, para que al alzar la vista pudieran contemplar la agonía del otro. Se dice que ni gritaron ni maldijeron; tan sólo permanecieron mirándose, con lágrimas y suspiros, hasta que la vida se les escapó lentamente.
Pocos días después, las tropas de Alfonso VI entraban en Toledo. Los nuevos señores, al hallar el recinto, oyeron rumores de un lamento extraño que se desprendía de las piedras. Juraron algunos que las paredes respiraban, y que en la penumbra se entreveían dos rostros que parecían seguir mirándose, unidos en la eternidad por el amor y la muerte.
Desde entonces, la antigua mezquita de Bab al-Mardum, hoy Cristo de la Luz, guarda en sus muros la memoria trágica de aquellos amantes. Y aún hoy, cuando el sol declina y la luz se filtra por las arquerías, hay quien asegura sentir el peso de dos miradas que nunca pudieron cerrarse.
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