Yacimiento arqueológico "La Alcazaba" y "Torre Albarrana" - Talavera de la Reina (Toledo)

viernes, 15 de agosto de 2025

"La quietud de Toledo" (Invasión Alienígena) - Un relato de Ciencia Ficción y Terror (Parte II)

"La quietud de Toledo" (Invasión Alienígena) - Un relato de Ciencia Ficción y Terror (Parte II)

 
I. ANTECEDENTES
(La quietud antes de la tormenta)
 
Toledo amanecía como siempre: calles empedradas húmedas, campanas repicando, el Tajo murmurando bajo la muralla. Pero algo se había incrustado en el aire: un zumbido invisible que no venía de insectos ni de maquinaria, sino de algo más profundo, casi biológico.
 
Los más ancianos fueron los primeros en percibirlo. Julián, eterno cliente del café en la plaza de Zocodover, ya no saludaba. Sus ojos, antes vivos, se clavaban en las palomas con una intensidad inquietante, como si esperara recibir órdenes de ellas. Pronto, otros comenzaron a mostrar el mismo cambio: quietud, aislamiento, movimientos medidos, y una ausencia total de curiosidad humana.
 
Nadie unió los puntos hasta que el joven periodista Diego Marín, siguiendo el rastro de desapariciones inexplicables, presenció lo imposible. En un callejón junto al Alcázar, vio a una mujer desgarrarse como una tela mojada, revelando un ser alienígena: ojos verdes enormes, piel gris azulada de brillo metálico, tentáculos que se movían con voluntad propia.
 
Aquella criatura se disolvió en un humo plateado que cubrió a un hombre inconsciente; cuando el humo se disipó, el hombre se levantó, idéntico al de antes… salvo por la mirada: vacía, calculadora, inhumana.
 
En cuestión de días, la ciudad entera comenzó a cambiar.
 
 
II. DESARROLLO
(La ocupación silenciosa)
 
El cambio no vino con gritos ni explosiones, sino con un silencio que devoraba las plazas y callejones. En la Catedral Primada, el coro entonaba himnos con voces perfectas, pero sin emoción. En la Judería, las persianas bajaban temprano y nadie respondía a las llamadas.
 
Diego comenzó a trazar un mapa mental de las zonas más afectadas. El mercado de San Agustín estaba tomado casi por completo. Los bares del barrio de Santa Teresa ya no tenían conversaciones, solo un murmullo plano, como si todos repitieran una melodía que no podía oír.
 
Su investigación lo llevó al Monasterio de San Juan de los Reyes. Allí, entre gárgolas y sombras, descubrió el núcleo: una sala subterránea donde las paredes respiraban. Cientos de cápsulas translúcidas contenían réplicas de personas que Diego conocía, suspendidas en un líquido azul cian que parecía absorber luz. Encima de todo, un organismo central, como un corazón colosal hecho de cristal, pulsaba con cada inhalación de la ciudad.
 
Los alienígenas no eran simples invasores. Eran recolectores de consciencias. Sustituían a los humanos uno a uno, copiando sus recuerdos, borrando sus emociones, y conectando cada nuevo “habitante” a una red mental invisible.
 
Diego comprendió que no podían ser detectados por medios normales. Eran una colonia distribuida, como hormigas con la mente de un solo ser.
 
 
III. FINAL
(El último amanecer)
La luz "cian"
 
La noche decisiva llegó sin aviso. Desde el Puente de Alcántara, Diego vio la luz "cian" elevarse en una columna perfecta desde el casco antiguo. Sabía que eso no era un simple fenómeno: era la señal de que la red estaba completa.
 
Corrió por la Calle del Comercio hacia el Alcázar, donde creía que estaba el punto de control principal. Allí, bajo el suelo, encontró el organismo central conectado a miles de filamentos que atravesaban las paredes como raíces. Se acercó con el único artefacto que había improvisado: un emisor de pulsos electromagnéticos que había robado de un laboratorio universitario.
 
Activó el dispositivo. Durante un instante, la luz "cian" parpadeó, y un grito colectivo, imposible de localizar, retumbó en toda la ciudad.
 
Pero el organismo no murió. Lo miró. No con ojos, sino con la consciencia que invadió la mente de Diego. Una voz, calmada y sin tono, resonó dentro de él:
 
“Resistir es inútil. Tú ya eres parte de nosotros.”
 
Diego sintió cómo sus recuerdos se disolvían. Su infancia en Toledo, los paseos por la Plaza de San Román, el olor del mazapán… todo se mezclaba con una marea "cian" que lo absorbía.
 
Al amanecer, Toledo despertó como siempre. Calles empedradas húmedas, campanas llamando a misa, el Tajo murmurando bajo la muralla. Y Diego, de pie en Zocodover, observando a las palomas con una quietud perfecta.
 
La invasión había terminado. Y nadie lo supo

 
 
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
Guía de Montaña


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