Estoy en la puerta de Santa María la Mayor —la llaman simplemente La Colegial— y levanto la vista hasta la torre. La piedra me habla con una voz grave que parece traer polvo de siglos; a mi lado, un hombre mayor con capa me mira, como si me esperara desde otra época.
—Se tardó mucho en verla finalizada —me dice—, pero aquí está en pie, erguida, para los que aún necesitamos aprender a escuchar la ciudad.
Sé, (porque él lo dice con la seguridad de quien leyó las actas de obispado), que la iglesia fue promovida a colegiata en 1211 por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada; que ese gesto no fue sólo litúrgico sino una apuesta por la vida intelectual y eclesiástica de Talavera.
Entro. El frescor me envuelve como un rumor. Me acerco a la capilla de Santa Leocadia: el lienzo que aparece ante mí —la Aparición de Santa Leocadia a San Ildefonso y al rey Recaredo— tiene ese aire de tarde detenida que tienen los cuadros que han sobrevivido a mucho. Alguien me habla a mi espalda y no veo a nadie.
—Aunque visigodo, vi a tiempo la luz del Cristianismo —susurra la voz—. Mi barbarie tornó a ser piadoso. Me equivoqué con las mujeres que quise desposarme y quemé libros que tendría que haber conservado...
La voz reclama nombre: ¿eras tú, Recaredo? En las paredes y los lienzos de la capilla guardan rastros de esa historia y, frente a mí, el cuadro fechado en 1592 me devuelve una inquietante certeza sobre las huellas que dejó Blas de Prado en la Colegial.
Sigo andando, un poco asustado, hasta que la luz se refleja en la cerámica y todo se vuelve azul y ocre: es la Capilla del Cristo del Mar. La fineza de los azulejos me deslumbra; pienso en manos que modelaron barro para tocar lo divino. Un hombre de cabello blanco, con un bastón, se me acerca y balbucea:
—El hombre es capaz de moldear la perfección cerámica... pero a la vez sucumbir por montar en un barco y viajar... —y cuando me vuelvo para responder, ya no está.
Aprendo, entre la admiración y la desazón, que muchos de los retablos cerámicos que aquí contemplas son obra o están relacionados con los oficios de los Ruiz de Luna, maestros de la cerámica talaverana cuyo nombre está unido a la religiosidad y al oficio.
Salgo al claustro: la piedra recuerda pasos, y una inscripción en cerámica en la pared me llama la atención —Fernando de Rojas—.
El caso es que yo oía carcajadas... como si vinieran de dentro de la pared...
¿Risas sepultadas...?
Ja-Ja-Ja...!!
Se repartieron mis huesos y discutían...
Ja-Ja-Ja...!!
Si por lo menos fueran de jamón, para hacer un buen caldo...
Ja-Ja,-Ja...!!
Me estremezco: el claustro, gótico, alberga monumentos funerarios y en algún rincón se guarda la memoria del autor de La Celestina, cuyos restos descansan aquí, como si la literatura hubiera decidido anidar entre columnas.
Corro de nuevo hacia el interior. Voy por el pasillo izquierdo, hacia la última capilla —la de los Santos Mártires— me recibe con una quietud distinta.
Aquí no oí voces... pero tuve la sensación que las huellas de los pies se movían... de repente aparecieron por breves instantes una letras en latín, como si un báculo invisible las escribiera en la dura piedra:
Res fidei est (Es cuestión de fe)
Y luego desaparecieron...
Las palabras se desvanecen como si el tiempo hubiera hecho su propia travesura.
Pienso en aquellos hermanos martirizados durante la persecución de Diocleciano, en la firmeza de una fe que prefería la muerte antes que renegar de su conciencia.
A medida que avanzo por los pasillos oigo fragmentos de discursos sobre la moral y la disciplina: hubo tiempos en que la colegiata fue dirigida por doce canónigos y varias dignidades —arcipreste, deán, chantre, tesorero—; hubo también escándalos y sínodos que castigaron licencias...
¿Por qué tenemos que reconducir nuestras vidas, que aunque ociosas... están dedicadas a Dios...?
Y la memoria popular no olvida las sátiras que escribieron cronistas como el Arcipreste de Hita sobre las costumbres relajadas de algunos clérigos. La piedra aquí guarda murmullos de corcho y pluma.
Llego por fin a la Capilla del Cristo de los Espejos. El silencio me entra por las costillas y me deja vacío, hasta que un dolor dulcifica mi alma; y luego, una sorpresa: el Cristo me mira, y me parece que, por un gesto imposible, separa una mano del clavo para hacer la señal de la Cruz.
Tengo la sensación de una misericordia, que aunque antigua... no se agota.
Y entonces me despierto —o al menos aparto mi mano de la puerta cerrada de La Colegial— con la pregunta clavada en lo más profundo de mi ser:
¿Estuve en otra dimensión?
¿Perdí el sentido unos segundos?
Nunca lo sabré con certeza. Lo único que sé es que la Colegial guarda voces, manos y cerámicas; que los nombres (Rodrigo, Recaredo, Blas de Prado, Ruiz de Luna, Fernando de Rojas) aparecen como pedazos de un mosaico que sigue hablando si alguien escucha.
Me alejo de la plaza y la torre se queda clavada en mi vista como un faro que marca el confín entre lo presente y lo posible.
La ciudad no es sólo piedra y fecha: es el tejido invisible de quienes habitaron sus sombras y dejaron en la Colegial la suma de sus silencios, sus risas, sus herejías corregidas, sus piedades y sus cerámicas. Yo volví a casa con la sensación de que, si uno escucha lo bastante, las piedras te cuentan como ser humano.
Enlaces consultados
Conoce "Talavera de la Reina" (Parte VI) - Guía de rincones con "encanto" (La Colegial-Palacio Oliva-Teatro Victoria-El Salvador (Parte II)
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
Informador Turístico
(N° Reg. EXP/ITL/RDM-0019)
Guía de Montaña
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