Relatos del Asilo de San Prudencio (Huérfanos) - Historia e Imaginación (Parte IV/XI)
En los primeros años del siglo XX, los muros del viejo convento jerónimo de Santa Catalina, en Talavera de la Reina, ya no resonaban con los rezos de los frailes.
Allí se abrían las puertas del Colegio-Asilo de San Prudencio, un refugio humilde para decenas de niños huérfanos y pobres. Llegaban con lo puesto, algunos descalzos, otros con la ropa rota, todos con el mismo temor en los ojos: miedo a la soledad, al hambre, al futuro incierto.
Dormían en grandes salas frías, bajo mantas ásperas compartidas, y a veces la comida no alcanzaba para todos. La atención era escasa, porque eran muchos y los recursos limitados. Sin embargo, algo invisible parecía sostenerles. Entre susurros nocturnos, los pequeños contaban que había un niño de siete años que siempre estaba con ellos. Le llamaban Prudencio, como el hijo fallecido del fundador, y creían que era su ángel guardián.
Prudencio aparecía en los sueños, sentado al borde de las camas, con una sonrisa tranquila y palabras de aliento:
—No temáis. Vuestro futuro será distinto. Aprenderéis a leer, a escribir... unos llegaréis a la Universidad, otros a ser artesanos hábiles. Pero ninguno se quedará atrás.
Esa voz de consuelo les daba fuerzas para aguantar los días duros: el frío en invierno, las largas jornadas de disciplina, la sensación de abandono. Y aunque la realidad era dura, el espíritu del pequeño Prudencio los animaba a no rendirse.
K
Con los años, muchos de aquellos niños cumplieron el destino prometido. Algunos se convirtieron en médicos, maestros, abogados.
Dormían en grandes salas frías, bajo mantas ásperas compartidas, y a veces la comida no alcanzaba para todos. La atención era escasa, porque eran muchos y los recursos limitados. Sin embargo, algo invisible parecía sostenerles. Entre susurros nocturnos, los pequeños contaban que había un niño de siete años que siempre estaba con ellos. Le llamaban Prudencio, como el hijo fallecido del fundador, y creían que era su ángel guardián.
Prudencio aparecía en los sueños, sentado al borde de las camas, con una sonrisa tranquila y palabras de aliento:
—No temáis. Vuestro futuro será distinto. Aprenderéis a leer, a escribir... unos llegaréis a la Universidad, otros a ser artesanos hábiles. Pero ninguno se quedará atrás.
Esa voz de consuelo les daba fuerzas para aguantar los días duros: el frío en invierno, las largas jornadas de disciplina, la sensación de abandono. Y aunque la realidad era dura, el espíritu del pequeño Prudencio los animaba a no rendirse.
K
Con los años, muchos de aquellos niños cumplieron el destino prometido. Algunos se convirtieron en médicos, maestros, abogados.
Otros aprendieron oficios de zapateros, carpinteros o alfareros, y levantaron su vida con sus propias manos.
Todos llevaban en el corazón la memoria de aquel ángel invisible, y la gratitud hacia el matrimonio benefactor, Teresa Jiménez de la Llave y Jacinto de Aguirre e Ybarzábal, que habían sembrado esperanza en un lugar marcado por la pobreza.
Porque aunque los muros del antiguo convento guardaban historias de silencio y penuria, también fueron testigos de la fuerza de unos niños que nunca se sintieron del todo solos. Siempre había alguien que velaba por ellos. Siempre estaba el pequeño Prudencio.
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
Informador Turístico
(N° Reg. EXP/ITL/RDM-0019)
Guía de Montaña
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