Yacimiento arqueológico "La Alcazaba" y "Torre Albarrana" - Talavera de la Reina (Toledo)

jueves, 4 de septiembre de 2025

La Historia del Pretor Lucio Craso en Caesarobriga- El Túnel junto a la Muralla y el Río de Oro

La Historia del Pretor Lucio Craso en Caesarobriga- El Túnel junto a la Muralla y el Río de Oro
 

Antiguos poetas como Catulo, Ovidio, Estrabón, Plinio y Séneca llamaban al Tajo “río de oro” o aurifer Tagus, pues se decía que en sus arenas se ocultaban pequeñas vetas del preciado metal. Esa creencia convirtió al río en una arteria sagrada y temida, un hilo de riqueza que cruzaba las entrañas de Hispania Lusitana.
 
En las murallas de Caesarobriga, la actual Talavera de la Reina, dominaba la justicia y el poder un hombre: Lucio Craso, pretor romano. Su praetorium se erguía cerca del foro, con mosaicos que narraban victorias militares y bustos de emperadores vigilando cada sala. 
 
Pero bajo la magnificencia de su casa se ocultaba un secreto: un túnel excavado y oculto la bodega, entre ánforas de vino y aceite... y que comunicaba directamente con la muralla. Tras una pesada cancela de hierro, aquel pasadizo le aseguraba una vía de escape en caso de rebelión o invasión.
 
 
Al final del túnel, junto a un pequeño dique en la ribera del Tajo, aguardaba una nave lusoria, siempre custodiada y preparada para partir río abajo. Si la fortuna se torcía, el plan era huir con su esposa, sus dos hijos y lo más valioso de su patrimonio hacia una villa rustica situada a varias millas romanas de distancia (milia passuum), desde donde reorganizar su vida lejos del caos.
 
Y el caos llegó. Corría el siglo V y las noticias que llegaban de los mensajeros eran funestas: los visigodos, imparables en su empuje, avanzaban sobre las ciudades romanas de Hispania. Toletum caía, Caesarobriga estaba marcada como siguiente objetivo.
 
 
En una noche de tormenta, cuando el cielo se desgarraba con relámpagos y el Tajo rugía con furia, Lucio Craso activó su plan secreto. Acompañado de su familia, descendió por el túnel, encendiendo antorchas que se apagaban casi al instante con el viento húmedo que soplaba desde el río. Subieron a la nave, cargada con víveres, ánforas, objetos de plata y oro. El agua embravecida sacudía el casco de la embarcación, pero no había vuelta atrás.
 
Reconstrucción del barco romano
(Nave Lusoria)

El barco se adentró en la corriente, desapareciendo en la oscuridad. Nadie en Caesarobriga volvió a ver al Pretor ni a los suyos. Algunos decían que llegaron a tierras lejanas y se fundieron entre pueblos bárbaros; otros juraban que el Tajo los engulló, hundiendo con ellos un tesoro incalculable.
 
Los siglos pasaron. Y fue en tiempos de sequía, dos mil años después, cuando el nivel del Tajo descendió como nunca antes. Entre las arenas secas emergió la silueta de un pecio casi intacto: una nave romana con su esqueleto de madera corroída. Dentro, se hallaron ánforas repletas de monedas de oro. Pero el hallazgo pronto desapareció: nadie supo quién se llevó el tesoro, ni a dónde fue a parar.
 
 
Desde entonces nació una leyenda. Los pescadores que se aventuran de noche en las aguas del Tajo aseguran que, cuando una tormenta sacude Caesarobriga, del lugar donde apareció el barco surgen figuras fantasmales cubiertas de vestiduras romanas rasgadas, húmedas y sucias. Sus voces, arrastradas por el viento, pronuncian un lamento aterradot:
 
Visigothi damnati
Aurum meum non tangetis

 
(Malditos visigodos, 
no tocaréis mi oro)
 
 
Así, entre la historia y el mito, el nombre de Lucio Craso sigue vivo, confundido con el rumor eterno de las aguas doradas del río Tajo.

Sabías que...
 
Caesarobriga está englobada en el territorio romano de la provincia de Hispania Lusitana, cerca del río Tajo, en lo que hoy es la ciudad de Talavera de la Reina. 
 
Fue un importante centro comercial y político gracias a su ubicación en una vía que conectaba ciudades como Emerita Augusta y Complutum, explotando los recursos agrícolas, ganaderos y mineros de la zona. 
 
 
El Pretor romano era el máximo poder en la justicia.
 
La casa de un pretor se llamaba pretorio (en latín, praetorium)
 
 
Las "villas romanas" eran llamadas en latín villae rusticae (o villa rustica) y se referían a las edificaciones rurales que funcionaban como centro de grandes fincas agrícolas o latifundios
 
La villa romana de El Saucedo
Talavera la Nueva (Toledo)
 
La milla romana (del latín mille passuum), que equivalía a mil pasos dobles (passus) y medía aproximadamente 1,48 kilómetros
 
Nave Lusoria: Embarcación más estrecha, utilizada para el transporte de tropas y patrullaje en ríos. 
 
Pecios: Se denomina así a los restos de embarcaciones hundidas en masas de agua. 
 
 
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
Informador Turístico
 (N° Reg. EXP/ITL/RDM-0019)
Guía de Montaña


martes, 2 de septiembre de 2025

Soy Juan Navarro, almirante del galeón Trinidad y cruzo el océano para llevar oro a Toledo...

Soy Juan Navarro, almirante del galeón Trinidad y cruzo el océano para llevar oro a Toledo...
 
 
Prólogo
 
Toledo, en tiempos de Felipe II, se alzaba como corazón espiritual del Imperio y fortaleza de la fe católica. En sus calles empedradas resonaban los pasos de inquisidores, guardianes de la ortodoxia, que con firmeza y severidad velaban por la pureza de la religión frente al avance del protestantismo y la amenaza de los moriscos.
 
Desde Sevilla, donde desembocaban los caudales infinitos de plata y oro arrancados a las entrañas del Nuevo Mundo, los tesoros eran conducidos hacia la ciudad imperial. Allí, bajo la atenta mirada de la Inquisición, aquel metal precioso se transformaba en sostén de la Contrarreforma y en instrumento del poder de la Corona.
 
 
Era un tiempo en que la riqueza del océano no sólo alimentaba ejércitos y levantaba palacios, sino que se convertía en símbolo de la lucha entre la fe verdadera y la herejía. Oro y plata al servicio de Dios y del Rey, en una España que se proclamaba dueña de los mares y defensora de la cristiandad.
 
 
Soy Juan Navarro, almirante del galeón Trinidad. El puerto de Sevilla me aguarda, con sus atarazanas rebosantes de plata y oro, pero antes debo enfrentar la última travesía desde las Indias. Mi cometido no es menor: entregar a Toledo, por orden de nuestro señor don Felipe II, el tesoro destinado a la Santa Inquisición, garante de la fe y brazo de hierro del trono.
 
He cruzado el océano más veces de las que puedo contar, y cada singladura deja su huella en mi espíritu. El mar nunca concede reposo. No lo hace la tormenta, ni el hambre, ni la fiebre que arranca hombres de mis manos como hojas secas al viento. Pero tampoco perdona el ansia del hombre por el oro.
 
 
He visto a mi tripulación quebrarse en disputas por una sola onza arrancada del cofre real, como si aquella moneda pudiera redimirlos del infierno. He visto corsarios ingleses y hugonotes franceses lanzarse contra nosotros, no por gloria, sino por la codicia de arrancar de nuestras bodegas el metal que sostiene el poder de nuestro rey y la fuerza de la fe católica frente a los herejes. Y he visto, con mis propios ojos, que nada embrutece más al hombre que el brillo de la plata.
 

 
La Trinidad navega pesada, con la barriga hinchada de lingotes y monedas acuñadas en Potosí y Nueva España. Cada tablón cruje como si protestara por el peso de tanta riqueza. Y yo, que la comando, me descubro muchas noches rezando porque un rayo nos parta antes de que la traición lo haga. No temo a las tormentas, pero sí al hombre.
 
 
El mandato de Felipe II es claro: el oro y la plata deben sostener la fe, sofocar al protestante y alimentar la Contrarreforma que se extiende como fuego. Sin embargo, me asalta la duda. ¿Cuántas almas podrían salvarse si ese caudal sirviera para aliviar el hambre de las aldeas, en lugar de engrosar los cofres de la Inquisición?
 
 
El puerto de Sevilla, cuando por fin se alza en el horizonte, no me da alivio. Sus torres me parecen almenas de un presidio. Allí desembarcaré el tesoro que he custodiado con sangre, y de allí partirá a Toledo, donde los frailes de la Inquisición lo recibirán como maná caído del cielo. Y yo, aunque obediente servidor de mi rey, siento en lo hondo de mis entrañas que contribuyo a una obra que no me pertenece.
 
 
Mi nombre es Juan Navarro, y soy almirante de un navío que transporta riqueza infinita, pero me descubro más pobre que nunca, esclavo de un deber que me desgarra. El océano me dio la libertad de los vientos, pero la corona me ata con cadenas de oro.