“Las fotos que cobraron vida”
El bosque dormía bajo un manto de niebla azul cuando una luz extraña descendió entre los árboles. No era un relámpago ni una estrella fugaz: era una nave, silenciosa y brillante como una lágrima suspendida en el aire.
De su interior bajaron dos seres de figura esbelta, con ojos que reflejaban los colores del universo. No hablaban con palabras, sino con un murmullo que el viento comprendía.
A poca distancia, una humilde cabaña de madera respiraba humo por su chimenea. Dentro, un niño ciego jugaba con un puñado de fotografías sacadas del viejo baúl de su abuelo. Pasaba los dedos sobre los bordes gastados, acariciando rostros y paisajes que no podía ver.
—Ojalá las pudiera ver… —susurró, como quien lanza un deseo al cielo.
Los seres escucharon. Se miraron el uno al otro y avanzaron hacia la cabaña, dejando tras de sí un rastro de luz temblorosa. Los padres del niño dormían; solo él, despierto, sintió una presencia cálida que lo envolvía.
Una voz suave resonó dentro de su mente:
—Tú has visto más de lo que crees. Pero hoy te daremos un nuevo don.
El niño sintió un cosquilleo en los párpados cerrados, una corriente de calor que le acarició el alma. Lentamente, los abrió por primera vez.
Ante él, el mundo se encendió.
El fuego chispeaba en la chimenea, las paredes tenían tonos de miel, y las fotografías… se movían.
En una, su madre joven reía con un ramo de flores en la mano.
En otra, su abuelo giraba sobre sí mismo bajo la lluvia, empapado y feliz.
Los paisajes del pasado se desplegaban como pequeños mundos vivos, respirando dentro de los marcos amarillentos.
Las lágrimas del niño se mezclaron con una risa que no recordaba haber tenido nunca.
En otra, su abuelo giraba sobre sí mismo bajo la lluvia, empapado y feliz.
Los paisajes del pasado se desplegaban como pequeños mundos vivos, respirando dentro de los marcos amarillentos.
Las lágrimas del niño se mezclaron con una risa que no recordaba haber tenido nunca.
—Gracias… —dijo, y los seres comprendieron sin necesidad de traducción.
Ellos lo miraron una última vez y, antes de desaparecer entre los árboles, dejaron una luz suspendida sobre el baúl.
Esa luz nunca se apagó, y desde entonces, cada foto que el niño tocaba cobraba movimiento, como si el tiempo, agradecido, se inclinara ante su mirada nueva.
Y en las noches tranquilas, cuando el viento silba entre las ramas, el bosque todavía recuerda el día en que una nave vino del cielo… solo para cumplir el deseo de un niño que quería ver.
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