Pinceladas de Otoño de 2025 - El Real de San Vicente (Toledo)
Otoño que dejas caer las hojas de los árboles…
y tiñes de cobre viejo las calles silenciosas,
vuelves suave, como quien no quiere despertar el alba,
extendiendo tu aliento fresco entre las casas blancas.
En el pequeño pueblo, el viento juega en los rincones,
remueve campanas quietas y rosales ya cansados,
y a lo lejos, la Sierra de San Vicente se enciende
con tonos dorados que parecen susurrar un secreto antiguo.
Otoño que traes olor a chimenea y tierra mojada,
pasos lentos sobre caminos de hojas crujientes,
y atardeceres que caen despacio, como plegarias,
pintando de fuego el cielo sobre los tejados.
Los viejos se sientan a mirar cómo cambia la luz,
los niños persiguen sombras entre castaños,
y el pueblo entero parece guardar un latido más hondo,
como si escuchara la llegada de un tiempo sagrado.
Otoño, quédate un rato más en Toledo,
que tu calma viste de paz cada rincón,
y en tu silencio dorado, el pequeño pueblo sueña
con historias que solo saben contarse en tu estación.
El campo se va muriendo...
El campo se va muriendo despacio, sin levantar la voz, como quien se recoge en silencio para no molestar. Las tierras que antes vibraban con el paso de los hombres, las bestias y las estaciones, hoy respiran hondo, cubiertas de hierbas altas que nadie corta, de senderos que se deshacen porque ya no hay pies que los pisen.
Las viejas construcciones rurales —los pajares, las majadas, las casillas de labor— se inclinan poco a poco, como fatigadas por tantos inviernos. La cal se desprende de sus muros, mostrando la piedra desnuda, y las vigas de madera crujen cada vez que el viento sopla, preguntándose por qué ya nadie vuelve a encender un candil bajo su sombra.
Donde antes había risas, voces y trajín, ahora solo se escucha el zumbido de los insectos y el aleteo de algún ave que encuentra refugio en los huecos de los tejados hundidos. Las puertas se quedan entreabiertas, vencidas, oxidadas, y los viejos corrales son ya apenas un recuerdo: un trozo de muro, una esquina resistente, una pila de ladrillos cubiertos de musgo.
Y aun así, en medio de esa muerte lenta, el campo conserva una dignidad antigua. En la ruina de sus construcciones late una memoria que se niega a desaparecer del todo. Cada piedra caída, cada puerta rota, cada sombra que proyecta una pared que sigue en pie, hablan de lo que fue y esperan, quizá en silencio, a que alguien vuelva a mirar al campo con la misma ternura que lo habitaron los que se fueron.
Porque el campo no muere del todo: solo duerme, esperando que alguna vez alguien lo despierte. Si quieres, puedo ampliarlo, hacerlo más poético o más narrativo.
📕 Un libro yace abandonado...
Un libro yace abandonado sobre el agua quieta de un abrevadero. Sus páginas, hinchadas por la humedad, parecen respirar lentamente, como si aún guardaran el último aliento de quien lo dejó allí.
Nadie recuerda cuándo apareció. Algunos dicen que cayó de la alforja abierta de un pastor apresurado; otros, que fue colocado a propósito, como una ofrenda o un mensaje que nunca llegó a leerse. Lo cierto es que el libro, una novela de tapas ya agrietadas, había viajado mucho antes de detenerse en aquel rincón olvidado del campo.
Durante días, el sol lo secaba por un lado y la bruma nocturna lo humedecía por el otro, dejando en sus hojas un mosaico de manchas que parecían mapas de lugares nunca visitados. Los animales se acercaban a beber agua y lo olfateaban con cautela, como si sospecharan que en él dormía algo más que tinta y papel.
En su interior aún se adivinaban palabras: fragmentos de historias sobre caminos, despedidas y reencuentros. Quizá eso lo había llevado hasta allí, hasta el límite entre la vida y el abandono, como si buscara convertirse él mismo en parte del paisaje que narraba.
Una ráfaga de viento arrancó un día una de sus páginas. La hizo volar sobre los campos amarillos, llevándola lejos, como un ave de papel liberada al fin. El resto del libro quedó inmóvil, resignado, aceptando que su destino no era ser leído, sino formar parte del silencio.
Así permanece, flotando levemente sobre el agua del abrevadero, guardián de una historia que nadie termina, pero que tampoco desaparece, porque en su quietud sigue hablando: en voz baja, para quien se atreva a escuchar.
En el charco, una pantalla
Un charco de lluvia guarda
los últimos hilos de sol,
y en su cristal se deslizan
los pasos lentos del cielo.
Como si el suelo soñara
ser pantalla de cine,
desfilan nubes pequeñas,
pájaros hechos de brisa,
y un trozo azul que respira
sobre el temblor de la orilla.
Yo miro y casi parece
que el mundo cabe en el agua:
que todo lo alto desciende
para pintarse en la calma.
Y el sol, en su despedida,
repite entre luces rotas
que a veces lo más pequeño
es lo que mejor refleja
la belleza que nos toca.
VÍDEO
Para ver mejor el vídeo:
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