Nuestras vidas están llenas de recuerdos - Provincia de Toledo y más... (Parte V)
A cada paso, el sendero se desdibujaba, y solo el susurro de la hojarasca bajo los pies recordaba que aún existía un camino. La niebla no ocultaba: revelaba. Convertía cada tronco en una sombra misteriosa, cada claro en un secreto apenas insinuado, cada ráfaga de aire en un murmullo antiguo.
En el corazón del bosque, donde la humedad se arremolinaba con un frío casi sagrado, comenzaba a escucharse el rumor débil, titubeante, del Guadyebas naciente. No era aún un río, sino un hilo vivo que serpenteaba entre musgos y raíces, reuniendo gotas, reuniendo historias. Su corriente, pequeña pero decidida, parecía jugar con la niebla que se cernía sobre él: la empujaba, la levantaba, la hacía danzar sobre su superficie como si fuera humo encantado.
Allí, donde el agua empezaba a reconocerse a sí misma, el bosque acogía el nacimiento del río con una solemnidad íntima. Las ramas inclinadas, las piedras cubiertas de verde antiguo, las hojas suspendidas en el vapor matinal… todo formaba una escena que no parecía de este mundo, sino de uno más lento y más verdadero.
Y mientras la niebla seguía dominando la mañana, el Guadyebas continuaba su juego, avanzando con esa inocencia cristalina que solo poseen los ríos recién nacidos. El bosque otoñal, cómplice y guardián, lo acompañaba en silencio, consciente de que aquel pequeño curso de agua, oculto entre brumas, habría de hacerse grande mucho más adelante.
con las manos hechas tiempo,
camina lento entre robles
por un sendero de sueños.
En su pecho lleva un libro,
viejo como su memoria,
lleno de fotos que guardan
los fragmentos de su historia.
Rostros en blanco y negro,
sonrisas que ya se han ido,
miradas que fueron faros
en los inviernos vividos.
Sabe que al final del viaje
no hay maleta ni equipaje,
solo el eco de los nombres
que acariciaron su sangre.
Por eso busca un rincón
donde el bosque hable en silencio,
un altar de hojas caídas
sobre el que entregar su tiempo.
Allí deposita el libro
con un gesto lento y firme,
como quien deja en la tierra
lo que el alma no quiere irse.
Las ramas se inclinan suaves,
el viento lo arropa entero,
y el bosque guarda el secreto
de aquel último heredero.
El anciano se despide,
ligero ya, sin temores;
detrás queda un libro vivo
floreciendo entre colores.
Y cuando él cierre los ojos
para abrazar su destino,
el bosque, fiel compañero,
La bruja buena de la escoba clara
Vuela una bruja en la noche,
con su gorro negro y fino,
dejando en cada tejado
un susurro de buen camino.
Su escoba no hace ruido,
solo un soplo de ternura;
por donde pasa, las sombras
pierden peso y se hacen puras.
No busca pócimas negras
ni conjuros de tiniebla,
solo mezcla en su caldero
alegría con estrellas.
Si ve un hogar apagado,
lo enciende con un abrazo;
si encuentra un sueño perdido,
lo guía de nuevo al regazo.
A los niños les trae calma,
a los viejos, compañía,
y en los patios de la luna
cura el alma día a día.
Dicen que en cada volar
deja un rastro de esperanza,
como un hilo de luz tibia
que a la tristeza desarma.
Es una bruja distinta,
brujita de corazón,
que cambia miedo por risa
con solo un toque de ilusión.
Y mientras el mundo duerme,
ella vela en cada altura,
cuidando vidas y sueños
con su magia buena y pura.
bajo un velo de viuda fina,
como luna que se esconde
tras una noche sin brisa.
Su rostro guarda un silencio
que el tiempo no ha descifrado,
una historia detenida
en un suspiro sellado.
Dicen que cayó en un sueño
sin principio ni motivo,
como quien deja la vida
pero aún sigue vivo.
Nadie sabe lo que pasa,
nadie entiende su destino;
su descanso es una puerta
que conduce a lo divino.
¿Fue amor que nunca volvió?
¿Fue un secreto que la hirió?
¿O el abrazo de la sombra
que sin querer la llamó?
Allí permanece inmóvil,
tierna, quieta, luminosa,
como una antigua promesa
encerrada en blanca rosa.
Y aunque nadie lo explique,
aunque el misterio persista,
su sueño eterno murmura
que hay verdades nunca vistas.
Mujer del desierto
Mujer soñadora, joven y dorada,
que nace en la arena donde el viento canta,
guapa como el alba sobre las dunas,
morena como el misterio que el sol levanta.
Tu pelo largo es río de noche,
cascadeando sombras sobre tu espalda,
y en tus ojos arde un fuego antiguo,
la memoria viva de mil caravanas.
Creciste en un reino de sed y estrellas,
donde cada grano guarda una historia,
donde el horizonte nunca termina
y el alma aprende a buscar su gloria.
Caminas ligera, mujer del desierto,
dueña del paso que el mundo encanta;
la luna te mira y, rendida, admite
que tu belleza también la espanta.
Llevas en la piel la calma del oasis
y en el corazón, tormentas de deseo;
eres sueño errante entre arenas quietas,
promesa de vida en un vasto silencio.
Quién pudiera seguirte los pasos,
descifrar tus huellas, mujer sagrada,
y beber de tus labios la esperanza
que a los viajeros siempre regalas.
Eres poema nacido de la arena,
mujer soñadora de alma alada…
cuando el desierto pronuncia tu nombre,
hasta el viento se queda sin palabras.
Fue entonces cuando una voz se alzó, no desde un trono ni desde un ejército, sino desde un lugar mucho más humilde: el corazón de un niño. Nadie sabía su nombre, pero todos lo escucharon cuando dijo:
—Que haya paz… basta ya de guerras.
Sus palabras viajaron como un susurro que el viento quiso guardar. Atravesaron montañas, cruzaron mares, se colaron por las grietas de ciudades cansadas. Y allí donde llegaban, algo en los hombres se detenía. Una memoria antigua despertaba: la memoria de lo que significaba vivir sin miedo.
Los ancianos dejaron de hablar del pasado con rencor. Los jóvenes empezaron a preguntarse qué futuro querían construir. Y poco a poco, como lluvia fina sobre tierra seca, la humanidad comenzó a mirar sus diferencias con otros ojos.
Así, un día se vio algo que parecía imposible: dos desconocidos, de tierras enemigas, se encontraron sin armas. Uno llevaba un libro sagrado entre las manos; el otro, un rosario de cuentas gastadas. Se miraron sin saber qué decir, pero la misma necesidad brillaba en sus ojos: la necesidad de vivir en un mundo donde el otro no fuera un enemigo.
Con un gesto sencillo y eterno, dieron un paso adelante y se estrecharon la mano.
Ese gesto se volvió un ejemplo. Primero fueron dos, luego diez, luego cientos. La gente empezó a caminar junta, hombro con hombro, sin preguntar qué lengua hablaban o qué dios adoraban. Descubrieron que la paz no era un milagro ni un sueño imposible, sino una decisión, repetida cada día, incluso en los momentos más difíciles.
Porque la paz no nace de la fuerza, sino del valor. Del valor de escuchar, de perdonar, de comprender. Del valor de tender la mano antes que cerrar el puño.
Y así, en aquel mundo que había conocido demasiados desgarros, el eco de un simple deseo empezó a florecer:
Que caminen juntos, que se den la mano en paz.
No será un camino fácil, pero mientras exista alguien capaz de pronunciar esas palabras con esperanza, la paz tendrá un lugar para nacer de nuevo.
Dicen que, hace siglos, aquella mujer era una guardiana de senderos nocturnos. Su don era guiar a los caminantes perdidos con una voz suave que solo se escuchaba cuando la luna estaba llena. Pero una noche, un hechizo mal pronunciado —quizá un deseo, quizá un sacrificio— la selló dentro de una vela destinada a arder para siempre.
La llama, alta y danzante, era ahora su único cielo. Cada vez que el fuego temblaba, su figura también vibraba; cada vez que la cera goteaba, parecía que el bosque dentro de ella se movía un paso más hacia la oscuridad. No sufría, pero tampoco vivía. Era una historia detenida, una promesa suspendida en un resplandor perpetuo.
Sin embargo, cuando alguien encendía aquella vela en la soledad de la noche, podía sentir su presencia: un murmullo que roza el alma, una brisa cálida que no proviene del fuego, una sensación de que alguien camina a tu lado sin hacer ruido. Porque la mujer, aunque atrapada, nunca dejó de cumplir su destino.
Guía todavía a los perdidos.
A los que buscan respuestas.
A los que sueñan con la luna.
Mientras la vela siga ardiendo, su luz no será solo luz: será compañía. Y su historia, aunque encerrada en cera, seguirá viva entre las llamas.
Cuando el cielo aún despertaba envuelto en un oro tibio, dos ángeles jóvenes, Aralen y Serael, descubrieron que entre ellos había nacido algo que no estaba escrito en ningún canto celestial. No era solo afecto, ni simple compañía eterna: era amor, un amor tan humano que sus alas temblaban al rozarse.
En el Cónclave de la Aurora, donde los coros entonaban su música perfecta, ambos comenzaron a sentir que aquel lugar, tan lleno de luz, se había vuelto demasiado estrecho para lo que sus corazones deseaban. Y así, una noche en que las estrellas parecían escucharlo todo, tomaron la decisión más audaz que un par de seres celestiales podía tomar: abandonar el cielo.
—Y donde las personas más lo necesitan —respondió Aralen—. Seremos su consuelo, su alivio. Seremos manos que curan, no solo voces que cantan.
Cuando descendieron, el mundo los recibió con viento y silencio. Sus alas, antes resplandecientes, se oscurecieron levemente para mezclarse con la vida terrenal. Ya no irradiaban una luz cegadora: brillaban apenas lo suficiente para dar esperanza.
En su nueva vida, caminaron por pueblos donde el cansancio pesaba en las espaldas de los hombres, y por ciudades donde la soledad se escondía detrás de las ventanas. Allí donde iban, las flores se alzaban un poco más, como si reconocieran su antigua naturaleza.
Pese a su dulzura, el mundo terrenal les enseñó que amar también implicaba sufrir. Se encontraron con noches frías, con personas que desconfiaban, con heridas que ni siquiera la pureza de un ángel podía cerrar. Pero en cada obstáculo, en cada lágrima que no pudieron detener, su amor se fortaleció. Su unión se volvió más real, más humana, más profunda.
Un día, mientras descansaban junto a un río, Serael tomó la mano de Aralen.
—Perdimos el cielo —dijo—, pero ganamos algo más grande: la libertad de amar como lo hacen los humanos.
Aralen sonrió, percibiendo el murmullo de todas las almas que habían tocado en su camino.
—Y ganamos la oportunidad de recordarles que incluso en la tierra, incluso en el dolor… siempre hay un rastro de luz.
En el borde del mundo, el ángel cae en silencio,
sentado en un precipicio que también es pensamiento.
Así están nuestras almas, al filo de sus actos,
temblando entre la luz que somos
y la sombra que dejamos.
Un suspiro… y todo cambia.
Un gesto… y todo salva.
Porque igual que el ángel mira el abismo,
el abismo también espera
que elijamos ser alas.


















































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