Yacimiento arqueológico "La Alcazaba" y "Torre Albarrana" - Talavera de la Reina (Toledo)

martes, 25 de noviembre de 2025

Pinceladas de Otoño de 2025 - El Real de San Vicente (Toledo)

Pinceladas de Otoño de 2025 - El Real de San Vicente (Toledo)


 
Otoño que dejas caer las hojas de los árboles…
 
y tiñes de cobre viejo las calles silenciosas,
vuelves suave, como quien no quiere despertar el alba,
extendiendo tu aliento fresco entre las casas blancas.
 
En el pequeño pueblo, el viento juega en los rincones,
remueve campanas quietas y rosales ya cansados,
y a lo lejos, la Sierra de San Vicente se enciende
con tonos dorados que parecen susurrar un secreto antiguo.
 
Otoño que traes olor a chimenea y tierra mojada,
pasos lentos sobre caminos de hojas crujientes,
y atardeceres que caen despacio, como plegarias,
pintando de fuego el cielo sobre los tejados.
 
Los viejos se sientan a mirar cómo cambia la luz,
los niños persiguen sombras entre castaños,
y el pueblo entero parece guardar un latido más hondo,
como si escuchara la llegada de un tiempo sagrado.
 
Otoño, quédate un rato más en Toledo,
que tu calma viste de paz cada rincón,
y en tu silencio dorado, el pequeño pueblo sueña
con historias que solo saben contarse en tu estación.
 


 
El campo se va muriendo...
 
El campo se va muriendo despacio, sin levantar la voz, como quien se recoge en silencio para no molestar. Las tierras que antes vibraban con el paso de los hombres, las bestias y las estaciones, hoy respiran hondo, cubiertas de hierbas altas que nadie corta, de senderos que se deshacen porque ya no hay pies que los pisen.
 
Las viejas construcciones rurales —los pajares, las majadas, las casillas de labor— se inclinan poco a poco, como fatigadas por tantos inviernos. La cal se desprende de sus muros, mostrando la piedra desnuda, y las vigas de madera crujen cada vez que el viento sopla, preguntándose por qué ya nadie vuelve a encender un candil bajo su sombra.
 
Donde antes había risas, voces y trajín, ahora solo se escucha el zumbido de los insectos y el aleteo de algún ave que encuentra refugio en los huecos de los tejados hundidos. Las puertas se quedan entreabiertas, vencidas, oxidadas, y los viejos corrales son ya apenas un recuerdo: un trozo de muro, una esquina resistente, una pila de ladrillos cubiertos de musgo.
 
 
El campo se apaga porque se ha quedado solo. Los caminos que llevaban a la vida ahora conducen al abandono. Las eras ya no ven girar la trilla; los pozos, antaño guardianes del agua clara, hoy están cegados por tierra y olvido. Y las huertas, que en otro tiempo fueron orgullo y sustento, se han convertido en un mar de maleza que oculta lo que fueron manos trabajadoras.
 
Y aun así, en medio de esa muerte lenta, el campo conserva una dignidad antigua. En la ruina de sus construcciones late una memoria que se niega a desaparecer del todo. Cada piedra caída, cada puerta rota, cada sombra que proyecta una pared que sigue en pie, hablan de lo que fue y esperan, quizá en silencio, a que alguien vuelva a mirar al campo con la misma ternura que lo habitaron los que se fueron.
 
Porque el campo no muere del todo: solo duerme, esperando que alguna vez alguien lo despierte. Si quieres, puedo ampliarlo, hacerlo más poético o más narrativo.
 




 
📕 Un libro yace abandonado...
 
Un libro yace abandonado sobre el agua quieta de un abrevadero. Sus páginas, hinchadas por la humedad, parecen respirar lentamente, como si aún guardaran el último aliento de quien lo dejó allí.
 
Nadie recuerda cuándo apareció. Algunos dicen que cayó de la alforja abierta de un pastor apresurado; otros, que fue colocado a propósito, como una ofrenda o un mensaje que nunca llegó a leerse. Lo cierto es que el libro, una novela de tapas ya agrietadas, había viajado mucho antes de detenerse en aquel rincón olvidado del campo.
 
Durante días, el sol lo secaba por un lado y la bruma nocturna lo humedecía por el otro, dejando en sus hojas un mosaico de manchas que parecían mapas de lugares nunca visitados. Los animales se acercaban a beber agua y lo olfateaban con cautela, como si sospecharan que en él dormía algo más que tinta y papel.
 
En su interior aún se adivinaban palabras: fragmentos de historias sobre caminos, despedidas y reencuentros. Quizá eso lo había llevado hasta allí, hasta el límite entre la vida y el abandono, como si buscara convertirse él mismo en parte del paisaje que narraba.
 
Una ráfaga de viento arrancó un día una de sus páginas. La hizo volar sobre los campos amarillos, llevándola lejos, como un ave de papel liberada al fin. El resto del libro quedó inmóvil, resignado, aceptando que su destino no era ser leído, sino formar parte del silencio.
 
Así permanece, flotando levemente sobre el agua del abrevadero, guardián de una historia que nadie termina, pero que tampoco desaparece, porque en su quietud sigue hablando: en voz baja, para quien se atreva a escuchar.
 





 
En el charco, una pantalla
 
Un charco de lluvia guarda
los últimos hilos de sol,
y en su cristal se deslizan
los pasos lentos del cielo.
 
Como si el suelo soñara
ser pantalla de cine,
desfilan nubes pequeñas,
pájaros hechos de brisa,
y un trozo azul que respira
sobre el temblor de la orilla.
 
Yo miro y casi parece
que el mundo cabe en el agua:
que todo lo alto desciende
para pintarse en la calma.
 
Y el sol, en su despedida,
repite entre luces rotas
que a veces lo más pequeño
es lo que mejor refleja
la belleza que nos toca.

 








 
En un rincón de Toledo, dormido entre montes suaves,
donde el viento baja cantando
por veredas que saben de siglos,
se alza un pueblo pequeño,
blanco de cal y memoria.
 
Allí las fuentes despiertan
con un murmullo de plata,
y el agua, clara como un sueño,
corre entre piedras antiguas
que guardan secretos del tiempo.
 
La vegetación abraza las casas,
los árboles alzan sus brazos verdes
para enredar el cielo en sus hojas,
y las sombras, frescas y hondas,
se tienden a descansar en las plazas.
 
Huele a tierra mojada,
a tomillo encendido por el sol,
a vida sencilla que late despacio
al ritmo de cada amanecer.
 
Pueblo toledano,
herido de belleza y de historia,
quien te visita lleva en el alma
tu paz de agua pura,
tu abrazo de naturaleza,
y el eco suave de tus montes
que nunca deja de cantar.
 








 
La Cruz
 
 
Entre dos peñascos viejos, donde el sol apenas encontraba rendijas para colarse, alguien había dejado una pequeña cruz de madera. No era grande ni llamativa, pero tenía algo que obligaba a mirarla dos veces, como si guardara un susurro atrapado entre sus vetas.
 
Los pastores del valle decían que aquella cruz no marcaba muerte, sino promesa. Años atrás, un joven llamado Mauro solía subir a ese risco cada tarde con su hermana pequeña, Clara. Allí jugaban, inventaban historias y construían mundos enteros con piedras y hojas secas. Hasta que un invierno traicionero, una nevada repentina los sorprendió en mitad del monte. Mauro logró bajar a Clara a salvo, pero él quedó atrapado en la tormenta.
 
 
Cuando la búsqueda terminó, solo hallaron su bufanda entre las rocas. Clara, ya mayor, volvió al lugar y dejó la cruz donde la encontraron. No para recordarlo con tristeza, sino para agradecer que el amor de su hermano la hubiera guiado incluso en la oscuridad.
 
Desde entonces, quien pasa por allí asegura sentir un extraño calor, un aire distinto, como si aquella cruz sencilla siguiera cumpliendo su promesa: la de que ningún acto de cariño se pierde, ni siquiera entre las rocas del tiempo.
 

 
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**********
  
El hombre no muere cuando deja de existir, muere cuando deja de soñar...
 
 
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
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 (N° Reg. EXP/ITL/RDM-0019)
Guía de Montaña


domingo, 23 de noviembre de 2025

Nuestras vidas están llenas de recuerdos - Provincia de Toledo y más... (Parte V)

Nuestras vidas están llenas de recuerdos - Provincia de Toledo y más... (Parte V)

EL REAL DE SAN VICENTE (TOLEDO)
 

 
La niebla y el Guadyerbas
 
La mañana despertaba envuelta en una niebla espesa, silenciosa, como si el otoño hubiera decidido suspender el tiempo sobre la Sierra de San Vicente. El bosque, húmedo y quieto, respiraba un aroma profundo a tierra mojada y hojas caídas. Los robles y castaños, ya vestidos con tonos ocres y rojizos, alzaban sus ramas entre la bruma como si intentaran orientarse en un mundo recién nacido.
 
A cada paso, el sendero se desdibujaba, y solo el susurro de la hojarasca bajo los pies recordaba que aún existía un camino. La niebla no ocultaba: revelaba. Convertía cada tronco en una sombra misteriosa, cada claro en un secreto apenas insinuado, cada ráfaga de aire en un murmullo antiguo.
 
En el corazón del bosque, donde la humedad se arremolinaba con un frío casi sagrado, comenzaba a escucharse el rumor débil, titubeante, del Guadyebas naciente. No era aún un río, sino un hilo vivo que serpenteaba entre musgos y raíces, reuniendo gotas, reuniendo historias. Su corriente, pequeña pero decidida, parecía jugar con la niebla que se cernía sobre él: la empujaba, la levantaba, la hacía danzar sobre su superficie como si fuera humo encantado.
 
Allí, donde el agua empezaba a reconocerse a sí misma, el bosque acogía el nacimiento del río con una solemnidad íntima. Las ramas inclinadas, las piedras cubiertas de verde antiguo, las hojas suspendidas en el vapor matinal… todo formaba una escena que no parecía de este mundo, sino de uno más lento y más verdadero.
 
Y mientras la niebla seguía dominando la mañana, el Guadyebas continuaba su juego, avanzando con esa inocencia cristalina que solo poseen los ríos recién nacidos. El bosque otoñal, cómplice y guardián, lo acompañaba en silencio, consciente de que aquel pequeño curso de agua, oculto entre brumas, habría de hacerse grande mucho más adelante.
 



 
El libro en el bosque
 
Un anciano toledano,
con las manos hechas tiempo,
camina lento entre robles
por un sendero de sueños.
 
En su pecho lleva un libro,
viejo como su memoria,
lleno de fotos que guardan
los fragmentos de su historia.
 
Rostros en blanco y negro,
sonrisas que ya se han ido,
miradas que fueron faros
en los inviernos vividos.
 
Sabe que al final del viaje
no hay maleta ni equipaje,
solo el eco de los nombres
que acariciaron su sangre.
 
Por eso busca un rincón
donde el bosque hable en silencio,
un altar de hojas caídas
sobre el que entregar su tiempo.
 
Allí deposita el libro
con un gesto lento y firme,
como quien deja en la tierra
lo que el alma no quiere irse.
 
Las ramas se inclinan suaves,
el viento lo arropa entero,
y el bosque guarda el secreto
de aquel último heredero.
 
El anciano se despide,
ligero ya, sin temores;
detrás queda un libro vivo
floreciendo entre colores.
 
Y cuando él cierre los ojos
para abrazar su destino,
el bosque, fiel compañero,
recordará su camino.
 


 
La fuente de los cuatro "dones"
 
La Fuente de los Veneruelos, en El Real de San Vicente, brota como un tesoro antiguo entre piedras centenarias. 
 
Su agua clara, nacida de la sierra, corre generosa por sus tres caños, entregando vida a quienes se acercan a ella. Es fuente que calma la sed y refresca el alma; es abrevadero donde antaño bebían los animales del pueblo, compartiendo con el viajero el mismo regalo cristalino. 
 
También fue lavadero, testigo de conversaciones, manos trabajadas y jabones de antaño; y es alberca, donde el agua se recoge, se guarda y se hace espejo del cielo.
 
En los Veneruelos, cada gota lleva historia, utilidad y memoria, uniendo pasado y presente en un mismo caudal de vida.
 


  
 
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TIEMPO DE BRUJAS
 

La bruja buena de la escoba clara

Vuela una bruja en la noche,
con su gorro negro y fino,
dejando en cada tejado
un susurro de buen camino.

Su escoba no hace ruido,
solo un soplo de ternura;
por donde pasa, las sombras
pierden peso y se hacen puras.

No busca pócimas negras
ni conjuros de tiniebla,
solo mezcla en su caldero
alegría con estrellas.

Si ve un hogar apagado,
lo enciende con un abrazo;
si encuentra un sueño perdido,
lo guía de nuevo al regazo.

A los niños les trae calma,
a los viejos, compañía,
y en los patios de la luna
cura el alma día a día.

Dicen que en cada volar
deja un rastro de esperanza,
como un hilo de luz tibia
que a la tristeza desarma.

Es una bruja distinta,
brujita de corazón,
que cambia miedo por risa
con solo un toque de ilusión.

Y mientras el mundo duerme,
ella vela en cada altura,
cuidando vidas y sueños
con su magia buena y pura.







 
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FANTASÍA
 






 
La durmiente del velo oscuro
 
Duerme la mujer eterna
bajo un velo de viuda fina,
como luna que se esconde
tras una noche sin brisa.
 
Su rostro guarda un silencio
que el tiempo no ha descifrado,
una historia detenida
en un suspiro sellado.
 
Dicen que cayó en un sueño
sin principio ni motivo,
como quien deja la vida
pero aún sigue vivo.
 
Nadie sabe lo que pasa,
nadie entiende su destino;
su descanso es una puerta
que conduce a lo divino.
 
¿Fue amor que nunca volvió?
¿Fue un secreto que la hirió?
¿O el abrazo de la sombra
que sin querer la llamó?
 
Allí permanece inmóvil,
tierna, quieta, luminosa,
como una antigua promesa
encerrada en blanca rosa.
 
Y aunque nadie lo explique,
aunque el misterio persista,
su sueño eterno murmura
que hay verdades nunca vistas.
 




Mujer del desierto

Mujer soñadora, joven y dorada,
que nace en la arena donde el viento canta,
guapa como el alba sobre las dunas,
morena como el misterio que el sol levanta.

Tu pelo largo es río de noche,
cascadeando sombras sobre tu espalda,
y en tus ojos arde un fuego antiguo,
la memoria viva de mil caravanas.

Creciste en un reino de sed y estrellas,
donde cada grano guarda una historia,
donde el horizonte nunca termina
y el alma aprende a buscar su gloria.

Caminas ligera, mujer del desierto,
dueña del paso que el mundo encanta;
la luna te mira y, rendida, admite
que tu belleza también la espanta.

Llevas en la piel la calma del oasis
y en el corazón, tormentas de deseo;
eres sueño errante entre arenas quietas,
promesa de vida en un vasto silencio.

Quién pudiera seguirte los pasos,
descifrar tus huellas, mujer sagrada,
y beber de tus labios la esperanza
que a los viajeros siempre regalas.

Eres poema nacido de la arena,
mujer soñadora de alma alada…
cuando el desierto pronuncia tu nombre,
hasta el viento se queda sin palabras.


 
Manos Unidas, la rosa de la esperanza
 
El amanecer llegó silencioso, como si el propio cielo tuviera miedo de quebrar la frágil esperanza que flotaba sobre la tierra. Durante demasiado tiempo, los hombres habían vivido entre gritos, fronteras rotas y heridas que no se veían, pero que sangraban más hondo que cualquier arma.
 
Fue entonces cuando una voz se alzó, no desde un trono ni desde un ejército, sino desde un lugar mucho más humilde: el corazón de un niño. Nadie sabía su nombre, pero todos lo escucharon cuando dijo:
 
—Que haya paz… basta ya de guerras.
 
Sus palabras viajaron como un susurro que el viento quiso guardar. Atravesaron montañas, cruzaron mares, se colaron por las grietas de ciudades cansadas. Y allí donde llegaban, algo en los hombres se detenía. Una memoria antigua despertaba: la memoria de lo que significaba vivir sin miedo.
 
Los ancianos dejaron de hablar del pasado con rencor. Los jóvenes empezaron a preguntarse qué futuro querían construir. Y poco a poco, como lluvia fina sobre tierra seca, la humanidad comenzó a mirar sus diferencias con otros ojos.
 
—Que los hombres dejen 
sus diferencias —
 
insistió la voz—. Que respeten las religiones, porque cada una busca la luz, aunque sus caminos sean distintos.
 
Así, un día se vio algo que parecía imposible: dos desconocidos, de tierras enemigas, se encontraron sin armas. Uno llevaba un libro sagrado entre las manos; el otro, un rosario de cuentas gastadas. Se miraron sin saber qué decir, pero la misma necesidad brillaba en sus ojos: la necesidad de vivir en un mundo donde el otro no fuera un enemigo.
 
Con un gesto sencillo y eterno, dieron un paso adelante y se estrecharon la mano.
 
Ese gesto se volvió un ejemplo. Primero fueron dos, luego diez, luego cientos. La gente empezó a caminar junta, hombro con hombro, sin preguntar qué lengua hablaban o qué dios adoraban. Descubrieron que la paz no era un milagro ni un sueño imposible, sino una decisión, repetida cada día, incluso en los momentos más difíciles.
 
Porque la paz no nace de la fuerza, sino del valor. Del valor de escuchar, de perdonar, de comprender. Del valor de tender la mano antes que cerrar el puño.
 
Y así, en aquel mundo que había conocido demasiados desgarros, el eco de un simple deseo empezó a florecer:
 
Que caminen juntos, que se den la mano en paz.
 
No será un camino fácil, pero mientras exista alguien capaz de pronunciar esas palabras con esperanza, la paz tendrá un lugar para nacer de nuevo.

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N

 



 
Soy una mujer atrapada en cera
 
Dentro de la vela ardiente, donde la cera se convertía en paisaje y el fuego en latido, habitaba una mujer atrapada entre mundos. Su silueta, etérea y serena, parecía caminar eternamente hacia una luna que nunca alcanzaría. El bosque que la rodeaba no era bosque, sino memoria tallada en luz; el río que corría a sus pies no era agua, sino el susurro congelado de lo que alguna vez fue libertad.

Dicen que, hace siglos, aquella mujer era una guardiana de senderos nocturnos. Su don era guiar a los caminantes perdidos con una voz suave que solo se escuchaba cuando la luna estaba llena. Pero una noche, un hechizo mal pronunciado —quizá un deseo, quizá un sacrificio— la selló dentro de una vela destinada a arder para siempre.

La llama, alta y danzante, era ahora su único cielo. Cada vez que el fuego temblaba, su figura también vibraba; cada vez que la cera goteaba, parecía que el bosque dentro de ella se movía un paso más hacia la oscuridad. No sufría, pero tampoco vivía. Era una historia detenida, una promesa suspendida en un resplandor perpetuo.

Sin embargo, cuando alguien encendía aquella vela en la soledad de la noche, podía sentir su presencia: un murmullo que roza el alma, una brisa cálida que no proviene del fuego, una sensación de que alguien camina a tu lado sin hacer ruido. Porque la mujer, aunque atrapada, nunca dejó de cumplir su destino.

Guía todavía a los perdidos.
A los que buscan respuestas.
A los que sueñan con la luna.

Mientras la vela siga ardiendo, su luz no será solo luz: será compañía. Y su historia, aunque encerrada en cera, seguirá viva entre las llamas.





 
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J


UNIÓN 24 VÍDEOS

N

 
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ÁNGELES
 


 
Aralen y Serael dos ángeles 
con amor celestia
 
Cuando el cielo aún despertaba envuelto en un oro tibio, dos ángeles jóvenes, Aralen y Serael, descubrieron que entre ellos había nacido algo que no estaba escrito en ningún canto celestial. No era solo afecto, ni simple compañía eterna: era amor, un amor tan humano que sus alas temblaban al rozarse.
 
En el Cónclave de la Aurora, donde los coros entonaban su música perfecta, ambos comenzaron a sentir que aquel lugar, tan lleno de luz, se había vuelto demasiado estrecho para lo que sus corazones deseaban. Y así, una noche en que las estrellas parecían escucharlo todo, tomaron la decisión más audaz que un par de seres celestiales podía tomar: abandonar el cielo.
 

 
—Si el amor es verdadero —susurró Serael— debe sentirse también en la tierra, donde los latidos duelen y sanan.
 
—Y donde las personas más lo necesitan —respondió Aralen—. Seremos su consuelo, su alivio. Seremos manos que curan, no solo voces que cantan.
 
Cuando descendieron, el mundo los recibió con viento y silencio. Sus alas, antes resplandecientes, se oscurecieron levemente para mezclarse con la vida terrenal. Ya no irradiaban una luz cegadora: brillaban apenas lo suficiente para dar esperanza.
 
En su nueva vida, caminaron por pueblos donde el cansancio pesaba en las espaldas de los hombres, y por ciudades donde la soledad se escondía detrás de las ventanas. Allí donde iban, las flores se alzaban un poco más, como si reconocieran su antigua naturaleza.
 

 
Aralen tenía el don de escuchar el dolor escondido. Bastaba su mirada para que un anciano recordara que no estaba solo, o para que un niño perdido encontrara de nuevo la tranquilidad. Serael, en cambio, llevaba el don de la calma. Su voz podía templar el espíritu más inquieto, y sus manos devolvían la paz a quienes creían haberla perdido para siempre.
 
Pese a su dulzura, el mundo terrenal les enseñó que amar también implicaba sufrir. Se encontraron con noches frías, con personas que desconfiaban, con heridas que ni siquiera la pureza de un ángel podía cerrar. Pero en cada obstáculo, en cada lágrima que no pudieron detener, su amor se fortaleció. Su unión se volvió más real, más humana, más profunda.
 
Un día, mientras descansaban junto a un río, Serael tomó la mano de Aralen.
 
—Perdimos el cielo —dijo—, pero ganamos algo más grande: la libertad de amar como lo hacen los humanos.
 
Aralen sonrió, percibiendo el murmullo de todas las almas que habían tocado en su camino.
 
—Y ganamos la oportunidad de recordarles que incluso en la tierra, incluso en el dolor… siempre hay un rastro de luz.
 

 
Desde entonces, la leyenda cuenta que dos figuras de mirada serena viajan todavía por los caminos del mundo. No tienen alas visibles, pero en sus pasos florecen esperanzas pequeñas y, a veces, milagros.
 
Dicen que si alguien siente alivio sin explicación, si una pena se deshace suavemente en el pecho, es porque esos dos antiguos ángeles pasaron cerca, reafirmando su pacto: vivir un amor terrenal para sanar los corazones del mundo.
 


 
En el borde del Mundo

En el borde del mundo, el ángel cae en silencio,

sentado en un precipicio que también es pensamiento.

Así están nuestras almas, al filo de sus actos,
temblando entre la luz que somos
y la sombra que dejamos.

Un suspiro… y todo cambia.
Un gesto… y todo salva.

Porque igual que el ángel mira el abismo,
el abismo también espera
que elijamos ser alas.



 
15 VÍDEOS
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Nunca dejes de soñar...
 
Orgullo es... realizar tus sueños pese a las adversidades...
 
 
David Miguel Rubio
Promotor Turístico en Castilla - La Mancha
Acreditación Oficial Informador Turístico
 (N° Reg. EXP/ITL/RDM-0019)
Guía de Montaña